Cuentan que, en el antiguo Gales, hubo una vez un hada minúscula de alas cristalinas que vivía en las orillas de un río tranquilo, entre madreselvas y lirios silvestres. Su mundo se centraba en un plácido remanso de la corriente, donde las aguas se abrían hasta los pies de los robles, reflejando el verdor y los destellos del sol que se filtraba a través del dosel de sus copas. Allí, entre las raíces de robles, castaños y sauces, tenía su morada el hada, no muy lejos de una gran roca plana que, junto a la orilla, se dejaba abrazar por las diáfanas aguas del río.
El hada vivía locamente enamorada de un apuesto caballero que, día sí día también, acudía a abrevar a su caballo y a solazar su espíritu en el claro que se abría junto al río, frente a la roca. Como todo el mundo sabe, las hadas se enamoran de vez en cuando de los mortales y, siendo su pasión ardiente y eterna, ésta puede llevarles incluso a la muerte, si su amor no es correspondido, pues la pena las consume y apaga.
Con el paso de los días y con las visitas del aguerrido caballero, el hada fue sintiendo que su pasión se desbordaba, y la zozobra que le causaba aquel amor imposible entre un hada y un mortal -con el que ni siquiera podía hablar, pues él no podía verla- comenzó a consumirla poco a poco, como una vela que se apaga cuando se ahoga la mecha en la cera.
Finalmente, en su congoja, decidió buscar ayuda Las ondinas del río le habían hablado de un elfo sabio que vivía en las profundidades de la colina hueca de Tara, y le dijeron que quizás él pudiera darle remedio a su mal, que sus saberes eran amplios como el cielo estrellado, y que a buen seguro hallaría la forma de, al menos, poder hacerla visible ante el caballero.
-Puedo hacer por ti algo más que eso -le dijo el sabio elfo con una sonrisa compasiva-. Pero mucho tendrás que amar a ese caballero si decides aceptar lo que te voy a proponer.
-Decidme que es, por favor -dijo impaciente el hada.
-Puedo procurarte una forma humana, si tú quieres -continuó el elfo mientras el hada abría los ojos con sorpresa-. Pero eso tendrá graves inconvenientes para ti.
-¿Qué inconvenientes? -preguntó el hada con su sombría expresión.
-Pues que serás una mortal más y no disfrutarás de la larguísima vida que vivimos los seres feéricos -le detalló el elfo- y que, si tu amor no es correspondido a pesar de todo, te consumirás y morirás en mucho menos tiempo del que hubieras podido aguantar con tu forma actual.
El hada se pellizcó el labio con un gesto grave, pensativa.
-De acuerdo -dijo al fin-. Estoy dispuesta a asumir el riesgo. Al fin y al cabo, me estoy consumiendo ya. Mejor acabar pronto a apagarme lentamente.
-Pero hay otro problema -volvió a hablar el elfo levantando una ceja.
-¿Otro problema? ¿Cuál?
-Tu rabito -dijo el elfo escuetamente.
-¿Mi rabito? -exclamó el hada haciendo una torsión para mirarse el diminuto apéndice que apenas sobresalía entre las redondeces de su trasero (como todo el mundo sabe, las hadas van desnudas por ahí la mayor parte del tiempo; es una más de las razones por la que su mundo tiene tanta belleza)- ¿Qué pasa con mi rabito? -preguntó.
-Que eso sí que no voy a poder quitártelo -respondió el elfo-. Puedo quitarte las alas, pero no el rabito. Serás humana... pero con rabito.
-La pequeña revoloteó nerviosa, valorando lo que aquello podía suponer.
-¿Y si mi caballero pensara que soy un súcubo, uno de esos demonios hembras que intentan engañar a los hombres rectos y justos para yacer en el lecho con ellos? -preguntó al fin.
-Ese es un riesgo que vas a tener que correr, pequeña -respondió el sabio elfo.
El hada comprendió que no tenía otra opción, y accedió de todas formas a la mágica intervención que la transformaría en mortal.
Llegó el día esperado en que los efectos del sortilegio alcanzarían su máximo potencial, y el hada se vio a sí misma en el reflejo de las aguas como una hermosa mortal de largos cabellos negros, ya sin las puntiagudas orejas y sin las cristalinas alas... pero con rabito.
Disfrutando de su nueva condición, y soñando ya con el momento en que llegara el caballero para presentarse ante él, se sentó sobre la roca plana junto a la orilla, dejándose hechizar por los destellos del sol entre las frondas.
De pronto, se escuchó el rumor de los cascos de un caballo aproximándose. El hada convertida en mujer aguzó la mirada por el sendero que llevaba hasta aquel lugar, hasta que vio aparecer por entre la maleza al caballero al que amaba.
Pero, de pronto, se dio cuenta de que estaba desnuda. No había podido conseguir ropas de mujer antes de que el sortilegio hiciera pleno efecto. De modo que, antes de que el caballero pudiera percatarse de su presencia en el río, el hada se zambulló en las aguas y esperó allí la llegada del jinete. Éste se mostró muy sorprendido al verla.
-¿Qué hacéis aquí, señora, tan lejos de cualquier lugar seguro para una dama como vos? -preguntó el caballero.
El hada sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo y una dicha profunda en su corazón al ver que, al fin, existía realmente para su caballero.
-Señora, ¿os sucede algo? -insistió él al no hallar respuesta y ver la mirada extática del hada.
-¡Oh, no, no! -reaccionó al fin-. Perdonad, caballero, pero es que vine a darme un baño a este hermoso lugar y, no sé quién ni cómo, han debido robarme la ropa. ¿No tendríais vos alguna pieza de tela con la que pudiera cubrirme?
-¡Oh, claro! -respondió el caballero un tanto azorado al saber que la dama estaba desnuda-. Os dejo mi capa sobre esta roca... y yo me alejaré un poco para que podáis salir sin cuidado.
La belleza del hada cautivó de inmediato al caballero que, desde aquel día, ya no quiso que aquella hermosa dama, que nadie sabía de dónde había salido, se alejara de su lado. Y no pasó mucho tiempo antes de que él le propusiera matrimonio, y el hada, en una explosión de puro contento, se le encaramara al cuello diciéndole:
-¡Sí! ¡Claro que quiero casarme con vos!
Pero no tardó en sentirse angustiada y perder la dicha, al pensar que, más pronto o más tarde, tendría que yacer en el lecho con él.
No es que no deseara disfrutar de los placeres del cuerpo con el hombre que amaba. Como todo el mundo sabe, las hadas son en extremo sensuales, y nunca han tenido los prejuicios morales que han tenido muchas veces los mortales en estos menesteres. El problema era que, yaciendo con él en el lecho, su amado descubriría al fin su rabito. "Si piensa que soy un súcubo -se decía para sí-, me repudiará, y hasta es posible que me mate con sus propias manos".
Llegó la boda, llena de oscuras sombras para la pobre hada, y pasó la luna de miel... y el matrimonio no se consumaba en el lecho nupcial. El caballero esperaba pacientemente, sin importunarla en modo alguno, pensando que quizás fuera en extremo vergonzosa en aquellos asuntos y que mejor sería darle tiempo y no atosigarla. Pero el hada hecha mujer se sentía cada vez peor. ¡Amaba tanto a su noble caballero! Y el no poder entregarse a sus abrazos la mortificaba grandemente, tanto por el daño que le pudiera estar ocasionando a él como por el anhelo que tenía de sus caricias. Pero, ¿cómo reaccionaría él al descubrir su rabito?
Y así fueron pasando los días, sintiéndose el hada cada vez más triste y mohina. Hasta que un día, el caballero llegó hasta ella con una rosa roja, la rosa roja más hermosa que ella hubiera visto jamás (como todo el mundo sabe, las hadas son especialistas en todo tipo de flores, pues son ellas las que les dan su forma y su color; pues bien, ¡cómo sería la rosa para que hasta ella se asombrara!).
-Tomad esta rosa como señal de mi amor por vos, mi dama -le dijo el caballero dulcemente-, y sabed que, aunque jamás accedáis a concederme el don de vuestras caricias y el privilegio de tentar vuestra suave piel, no dejaré de amaros; y que jamás os exigiré trato carnal alguno, si no os place tenerlo.
El hada se sintió desfallecer. Su pobre caballero estaba dispuesto a sacrificarlo todo, sin menoscabo alguno a su amor. Y sintió que su deseo de yacer con él en el lecho se le hacía insoportable, y en un arrebato de pasión más propio de un hada que de una mortal, agarró al caballero de una manga y se lo llevó a estirones hasta el tálamo, y allí le empujó y se le arrojó encima, besándolo largamente en los labios, entregada ya a la pasión amorosa, ajena a lo que pudiera devenir con ella en el momento que él descubriera su rabito.
"Al menos, algunos besos apasionados y algunas caricias suaves podré llevarme conmigo, antes de que caiga sobre mí el peso de mi aciago destino", pensó para sí.
El caballero no tardó en reaccionar -¡tanto la deseaba también él!-, y al poco estaban ambos desnudos, fundidos en un abrazo. Pero, entonces, ocurrió lo que tenía que ocurrir.
-Esto... ¿qué es? -susurró él en su oído mientras palpaba su trasero y se detenía en su apasionada refriega.
El hada palideció.
-Eso... eso... -vaciló-. Es un defecto de nacimiento, mi señor.
El caballero guardó silencio mientras seguía palpando el rabito.
-¿No seréis un súcubo? -volvió a preguntar él.
El hada quedó petrificada. Su destino estaba cerniéndose sobre ella, y sabía que poco o nada podría hacer ya.
-No, mi señor, no soy un súcubo -le dijo tristemente mirándole a los ojos.
El caballero la miró también largamente, con gesto grave. El tiempo se le hizo eterno al hada. ¿La echaría su amado del lecho a patadas? ¿La repudiaría y la echaría de su hogar? ¿La mataría de una estocada, de un hachazo o con sus propias manos?
La mirada del caballero se hizo profunda, muy profunda.
-No me importa lo que seáis -dijo al fin el hombre volviendo a sonreír-, aunque dudo mucho que un súcubo tenga la belleza angelical que tienen vuestros ojos y vuestra sonrisa, mi dama.
Y con un largo y apasionado beso, se volvieron a enzarzar en la refriega de su pasión, y consumaron su matrimonio con creces, acabando el caballero extenuado y rendido, después de cinco días de caricias y trotes, en los que sólo detenían sus trabajos para comer o dormir un poco.
Con los días, el hada le contaría a su amado su verdadero origen y condición, y el caballero mantendría su palabra de no importarle cuál pudiera ser su verdadera esencia, diciéndole que lo único que verdaderamente le atañía era que ella le amara, y que el amor era la única condición que indicaba sin posibilidad de error la bondad del alma, y que ella había superado grandemente esa prueba.
Y, cómo no, el rabito del hada terminó siendo, en sus retozos amorosos, un aliciente más, un motivo más de caricias y de risas.
Grian