La historia nos cuenta que en el origen de cada civilización existe un legendario dios celeste, fundador y portador de la cultura. Isis, hija de las estrellas, con su marido Osiris llegó al Valle del Nilo para enseñar agricultura, arquitectura, matemáticas, astronomía y medicina. Era la época prehistórica que los egipcios denominaban “primer tiempo”. Oannes, de la Antigua Sumeria, instruyó a la población de Mesopotamia en el arte de la civilización. Hermes llegó a Grecia procedente de los cielos para establecer su superior cultura. La India cree en una Edad Divina durante la cual los dioses llegados de las estrellas lejanas civilizaron a la humanidad.
Los Dragones de China llegaron al desierto de Gobi con el fin de establecer el Imperio Celestial. Quetzacoalt, en México, dispuso las bases para la Alta Cultura de Centroamérica. En Sudamérica hemos oído hablar del papel civilizador de Viracocha, de Manco Capac y Mama Ocllo, los Hijos del Sol. Esta lista de nombres divinos está lejos de ser completa.
Un mito reiterado de la antigüedad defiende la idea de que los civilizadores divinos, antes de abandonar la Tierra, enterraron sus tesoros culturales. Otra versión de la leyenda atribuye la propiedad de los tesoros procedentes
de tiempos remotos al desaparecido Imperio de la Atlántida. No hay una contradicción real entre las formas del mito porque, de acuerdo con la tradición, los atlantes poseían conocimientos sobre aviación y sobre las distancias entre las estrellas.
Lo cierto es que éstos son mitos. Sin embargo, ¿por qué se parecían tanto unos a otros a pesar de las grandes distancias entre los países donde han aparecido? Después de todo, se suponía que no había comunicación entre el viejo y el nuevo mundo.
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